Thursday, December 29, 2005

LA CAUSA REAL DE LA CRISIS

En la República Argentina asistimos a una pulseada espectacular. Los mercados y la clase política se han enfrentado en lo que parece ser una batalla hasta las últimas consecuencias. Los medios masivos de difusión, a través de toda una variedad de comentaristas y periodistas, han tratado de explicarle a la gente lo que está sucediendo. Se nos dice que todo se debe a que el Estado argentino gasta más de lo que recauda; que el gasto político es excesivo; que los sueldos de los políticos son escandalosos; que enormes sumas de dinero se evaporan por los vericuetos de la burocracia política y no llegan a los que realmente las necesitan. Frente a ello, se nos dice también que los mercados desconfían; que no creen que los políticos se pongan por fin de acuerdo para rebajar el gasto público; que invertir en la Argentina es demasiado riesgosos porque — gastando más de lo que recauda — el Estado forzosamente tendrá que dejar de pagar en algún momento y declarar el default; o devaluar; o dolarizar; o suicidarse....Lo curioso es que todas estas explicaciones — aun conteniendo dosis variables (a veces sustanciales) — de verdad, en última instancia no son sino expresiones de la descomunal hipocresía que domina a toda la vida pública argentina. Hipocresía que lleva a discutir lo aparente para no tener que discutir lo sustancial; que impulsa a la jauría mediática a hablar hasta por los codos de lo secundario para poder callar lo principal. Hipocresía que permite hablar de todo y despotricar contra todo para poder omitir aquello que, por tácito acuerdo, no se debe decir.Todo este sainete hasta sería interesante desde el punto de vista de la ciencia política si no fuera por la enorme cantidad de personas que terminan siendo víctimas inocentes de la pelea. No nos equivoquemos: lo que le está sucediendo a la Argentina no es esencialmente un problema del gasto público. El famoso y bendito gasto público bien puede ser algo excesivo, habida cuenta del estancamiento de la economía real, y seguramente está mal administrado por una burocracia ineficiente y en buena medida parasitaria. La evasión tributaria seguramente es alta, aun cuando habría que evaluarla dentro del contexto de una voracidad fiscal desmedida presionando sobre una actividad económica deprimida y en recesión. Todo esto puede ser cierto, o aproximadamente cierto. Pero no constituye el verdadero problema de fondo que ha desatado la guerra entre los mercados y la clase política. Alguien tendrá que tener alguna vez el coraje de decir la verdad de una maldita vez por todas: el aparato financiero y el aparato político no se están peleando por el gasto público. Se están peleando por el control del Poder político en la Argentina, que es algo muy distinto.

La deuda impagable

Pongamos las cosas en su lugar. Desde hace años la Argentina se ha venido endeudando a un ritmo vertiginoso. Hoy su deuda externa se halla en la región de los 200.000 millones de dólares — cifra que en si misma no tendría demasiada relevancia si no fuera porque en su conformación intervienen intereses usurarios que, por definición de usura, la convierten en eterna. La deuda del actual Estado argentino está condenada a ser impagable porque la usura convierte las sumas adeudadas — cualquiera sea su monto real — en una bola de nieve que no hace sino crecer. Con los intereses aplicados y el modo de computarlos, el crecimiento del endeudamiento está, y estará, garantizadamente por encima de cualquier expectativa de aumento en la capacidad de pago. Por eso es que, en muy última instancia, no importa cuanta es, exactamente, la deuda del país y tampoco importa demasiado a qué tasa anual crece su PBI. Por más alta que sea la tasa de crecimiento de ese PBI, es humanamente imposible que alcance — y ni hablemos de que supere — la tasa real del interés compuesto que hace aumentar la deuda. Hagamos lo que hagamos, la deuda externa será siempre incancelable; y esto no es una cuestión de opinión sino el frío resultado de una simple operación aritmética. Naturalmente, el gran secreto detrás de todas las deudas externas, de todos los países endeudados, es que no nacieron para ser pagadas. Desde el mismo inicio no fueron concebidas para ser canceladas sino, todo lo contrario, para ser mantenidas, aumentadas y eventualmente renegociadas, dadas ciertas condiciones. El mecanismo de los préstamos internacionales funcionó y funciona igual que aquellos otros mecanismos que hacen depender a la política de la economía en el interior de los países. La deuda es una de las herramientas de la plutocracia. Mediante ella se garantiza la sujeción y la subordinación del Poder político a los intereses de los poseedores del dinero. Hace ya un buen par de siglos atrás, Federico El Grande de Prusia decía: "El Estado debe ser rico. Todavía nadie ha visto jamás a una Nación pobre que sea respetada." Desgraciadamente, para las Naciones pobres, la única receta realmente sana y coherente es muy dura: consiste en trabajo, trabajo y más trabajo. Trabajo creativo, eficiente y productivo. Creativo, porque deberá ingeniárselas para explotar los recursos existentes de la manera más diversificada posible. Eficiente, porque deberá utilizar esos recursos con el máximo de rendimiento. Y productivo porque deberá crear bienes y servicios útiles que satisfagan necesidades concretas de un modo apropiado. Frente a esto, el préstamo se presenta como un atrayente atajo. ¿Para qué sufrir tratando de levantar cabeza lenta y penosamente desde un presente lleno de durísimas realidades cuando podríamos estar mucho mejor hipotecando nuestro trabajo a futuro? ¿Por qué padecer esperando a que la vaca engorde si podemos pedir un préstamo y disponer del dinero aquí y ahora, pagando la deuda cuando la vaca haya terminado de engordar? Al fin y al cabo, ése es el objetivo — teórico — de todo préstamo: adelantar el beneficio de un trabajo que todavía está por hacerse.El gran problema es que el atajo está lleno de riesgos. Por de pronto ningún préstamo es gratis. Los intereses pagados representan, precisamente, el costo del préstamo. Y serán tanto más altos mientras más riesgo perciba el prestamista. Pero, por el otro lado, la capacidad de trabajo del deudor es un factor que el prestamista puede computar de muchas maneras diferentes. Si la operación en sí es riesgosa pero la capacidad de trabajo del deudor no se ve demasiado afectada por un posible fracaso, el prestamista bien podría sacar otra cuenta. Desde el momento en que una persona con grandes deudas pierde gran parte de su libertad de acción y de opción, el prestamista bien podría especular con perder una parte de los intereses del dinero prestado pero, en virtud de los compromisos contraídos, quedarse con el fruto del trabajo del deudor — o con el usufructo de ciertos bienes del deudor — por lo menos hasta que la totalidad de la deuda (capital más intereses) no sea cancelada. Y, si los intereses están adecuadamente calculados a tasas convenientemente usurarias, la deuda no podrá ser cancelada jamás y, en ese caso, el prestamista se quedará con los bienes y con el trabajo del deudor por tiempo indefinido. El acreedor terminará, así, ganando mucho más de lo que hubiera obtenido si la deuda hubiese sido cancelada en tiempo y forma. El método, en realidad, es tan viejo que ya estuvo perfeccionado por la época de los fenicios. De hecho, lo que cuesta creer es que aun hoy sigan habiendo ingenuos que caigan en la trampa — o políticos no tan ingenuos que deberían conocer la trampa y que siguen arrastrando irresponsablemente a los Pueblos a caer en ella.

La estrategia del Poder financiero

La deuda externa de la República Argentina, al igual que la deuda de una serie de otros países, nació con este objetivo estratégico. Ni el Fondo Monetario, ni el Banco Mundial, ni ninguna de las grandes instituciones financieras internacionales pretendieron realmente jamás una real cancelación de los préstamos. Lo que se pretendió siempre fue lograr en el ámbito internacional lo mismo que ya se había logrado en la política interior de estos países. Así como las finanzas dominaban a los partidos políticos dándoles — o, dado el caso, quitándoles — los fondos para la realización de las campañas electorales (la última campaña presidencial en los EE.UU. costó casi 3.000 millones de dólares); del mismo modo, los grandes centros financieros se propusieron dominar a los Estados dando — o, dado el caso, quitando — inversiones, préstamos, líneas de crédito, "blindajes" y "megacanjes". La estrategia, vista en retrospectiva, resulta bastante transparente. Su primer objetivo consistió en lograr que los Estados se endeudaran mucho más allá de su verdadera capacidad de pago. Logrado esto, se inició luego el proceso de canjear "deuda por bienes" con lo que se iniciaron las privatizaciones que cumplieron un propósito múltiple: se sacó al Estado del mercado, se compraron a precio casi irrisorio empresas monopólicas que tenían una clientela cautiva; se bajaron los costos de producción automatizando y expulsando mano de obra; se subió el costo de los bienes y servicios producidos; se redujo el salario de la mano de obra remanente y se maximizaron las ganancias. Con ello, los operadores del capital financiero internacional lograron quedarse con el trabajo y con el patrimonio de los pueblos mientras, simultáneamente, las deudas externas seguían creciendo y se iniciaba la posibilidad de pasar a una segunda etapa en la que ya no se canjearían "deudas por bienes" sino, directamente, "deudas por territorio". Pero la estrategia tuvo también un segundo objetivo: el de dominar al Poder político a través del dinero. En muchos países este objetivo se cumplió sin mayores contratiempos, imitando al modelo norteamericano en dónde el 75% del costo de una campaña política es financiado por las megacorporaciones, las grandes industrias, los medios masivos y los centros financieros. Sin embargo, en la Argentina la subordinación de los políticos a los dueños del dinero no se produjo tal como estaba previsto. Lo verdaderamente curioso (y hasta gracioso) es que el fracaso no se debió a la integridad y a la decencia de la clase política argentina sino, todo lo contrario: esta clase política resultó tan corrupta, ladina, pícara, hábil y ladrona que superó hasta a los propios financistas.

La viveza política criolla

La partidocracia argentina, en lugar de quedar atada a la plutocracia para la financiación de la política, encontró la forma de autofinanciarse "ordeñando" las cuentas del propio Estado. En la mayor parte del mundo liberalcapitalista, los partidos políticos cubren sus gastos con "aportes" y "donaciones" provenientes del sistema financiero y de la economía privada. El sistema político funciona sobre bases muy sencillas en realidad: para acceder al Estado hay que ganar elecciones; para ganar elecciones hay que tener buenos candidatos; para que los candidatos sean buenos tienen que ser conocidos; para que la gente conozca a los candidatos hay que publicitarlos; para publicitarlos hay que poder hacer grandes campañas electorales; y — finalmente — para hacer grandes campañas, hay que tener dinero. Así funciona el sistema. Por supuesto que, desde el momento en que el sistema político depende del sistema económico, la Política termina respondiendo a aquella vieja regla de oro según la cual el que tiene el oro hace las reglas. Esto es absolutamente inevitable puesto que nadie va a financiar a un candidato para que éste, una vez sentado en la silla de su cargo político, tome medidas en contra de quienes le han financiado la campaña. Si una automotriz pone un millón de dólares para la campaña de un candidato a senador, este buen señor senador, una vez electo, difícilmente se opondrá a una ley que le otorgue privilegios a la industria automotriz. Si un grupo de bancos financia la campaña de un presidente, es infantil imaginar que ese presidente se atreverá a implementar alguna medida que reduzca las ganancias de las operaciones bancarias. Los dueños del dinero no pueden comprar nuestros votos. Pero pueden comprar a los políticos que votamos y, de esa forma, es completamente irrelevante por quién terminará votando la gente. De hecho, los señores candidatos están a la venta todos los días, en el mundo entero, porque un político sin dinero terminará siendo siempre un ilustre desconocido. Un candidato al que no votarán más personas que su madre, sus hermanos y una docena de amigos.
Lo que sucede es que, en la Argentina, también los políticos poseen esa "viveza criolla" que es patrimonio de la mayoría de los habitantes del país. Los políticos argentinos le "encontraron la vuelta" a este sistema. En lugar de pedirle todo el dinero a la economía privada, la clase política argentina se las ingenió para "hacer caja" con el desvío de una porción sustancial de los recursos públicos a las arcas partidarias y personales que financian la mayor parte del gasto político. Así, mientras en otros países — como en los EE.UU. y en Europa — los políticos deben ir y mendigar contribuciones al Poder económico, en la Argentina la partidocracia no tiene que andar suplicando tanto el favor de los grandes plutócratas que con su oro quieren hacer las reglas. La clase política argentina ha llegado a ser casi autárquica mediante el expeditivo recurso de depredar el presupuesto del Estado.

La verdadera guerra

Todo el sainete mediático no debe confundirnos. Las burlas al Presidente, los rumores de renuncias, los cambios de gabinete, las desinteligencias crónicas de los integrantes del gobierno, los discursos contradictorios y todo el anecdotario que con tanto empeño cultiva la mayor parte del periodismo, no constituyen sino un ejercicio brillante del difícil arte del eufemismo: hablar de lo intrascendente para poder callar lo esencial. La pura verdad es que la tremenda crisis a la que estamos asistiendo en estos días es el producto de la batalla que libra la plutocracia para volver a poner a la partidocracia bajo control. Una de las reglas más indiscutibles del liberalismo capitalista es que el Poder del dinero no admite contestatarios. El pueblo, que no entiende de grandes sutilezas, resume esto en el proverbial "el que tiene plata hace lo que quiere". Dentro del esquema ideológico del sistema que nos gobierna el poder político debe quedar subordinado al Poder económico. De otro modo, los mercados no serían "libres". Para el sistema plutocrático es un axioma que los mercados mandan y no hay nada que un político pueda hacer en contra de ellos. Más aun: no debe haber nada que la Política pueda hacer en contra de la operatoria de los mercados. El corolario forzoso que se desprende de este axioma es que los dueños del dinero y de los mercados son quienes detentan el Poder real. Nuestros políticos, encargados de administrar tan sólo el poder formal, no deberían ser más que obedientes empleados a sueldo, con la misión de encontrar fórmulas ingeniosas para acallar las protestas con promesas esperanzadoras y, cuando la demagogia se agota, deberían poner la cara para hacerse cargo de la represión. A cambio de eso recibirán privilegios, honores, fama, notoriedad... y algún dinerillo extra o, al menos, la posibilidad de hacer algún dinerillo extra con ciertas operaciones, como por ejemplo, el envío de centenares de containers llenos de armas y pertrechos bélicos a través de todo el Atlántico, el estrecho de Gibraltar, medio Mediterráneo y todo el Adriático, para desembarcar en Croacia mientras todo el sistema satelital del Pentágono, toda la Séptima Flota norteamericana, toda la CIA y todo el Departamento de Estado miraban pudibunda mente hacia otro lado para no enterarse de nada. No será una cuestión que aumente en forma significativa el orgullo nacional de los argentinos honestos, pero la verdad es que, al lado de nuestros insignes políticos, más de un gran mago de la finanzas internacional no sería más que un aprendiz de hechicero. La partidocracia argentina encontró la forma de escabullirse del control plutocrático creando su propia fuente de financiamiento mediante la administración fraudulenta del dinero público. A los aparatos partidarios en la Argentina no los mantiene el capital internacional. Esencialmente, los mantiene el Estado. Por eso es que la clase política está tan empecinada en retener su nivel de control sobre el Estado y por eso es que pelea y peleará con uñas y dientes defendiendo su acceso a todos aquellos resortes del poder político que impliquen el manejo de un volumen importante de fondos. A los políticos argentinos les va la vida en seguir teniendo un acceso irrestricto al PAMI, al ANSES, a los Planes Trabajar, a la distribución de los dineros de la asistencia social y — no en último término — a esa tarjeta Banelco que, según las ya históricas palabras de un ex-ministro, le permite al Poder Ejecutivo comprar ciertas leyes en el Legislativo.
Pero esto es algo que los mercados financieros no le piensan seguir permitiendo a los políticos. Así, la contraofensiva de los mercados ha sido un riesgo país de más de 1.500 puntos; una amenaza de devaluación o dolarización; el corte del crédito externo; la amenaza del default; una depresión que no termina; una recesión que se profundiza; una desocupación que crece y una desfinanciación que aumenta al mismo ritmo en que se disparan las tasas de interés. Como decíamos al principio: la pulseada sería hasta interesante si no fuera por el hecho de que 37 millones de argentinos pagan muy caro el dudoso privilegio de asistir al espectáculo. Más aún sabiendo — como sabemos — que el final de la pulseada, sea quien fuere el vencedor, no traerá consigo ninguna solución de fondo. Los argentinos están atrapados entre una partidocracia que le roba al Estado y una plutocracia que se roba el país. Así, con este sistema y dentro de este sistema, realmente la única luz que se avizora al final del túnel es la del tren que viene en contramano.

Argentinos, ¡¡a las cosas!!

En algún punto los argentinos tendrán que juntar el coraje para decir ¡Basta!. En algún momento tendremos que tener la valentía de plantarnos frente a la realidad y reconocer abiertamente que, así como no funcionaron los gobiernos de facto administrados por un Martinez de Hoz, tampoco funcionan los gobiernos democráticos administrados por un Cavallo. La república liberal que consiguió sobrevivir a los tibios intentos reformistas de los golpes cívico-militares terminará con una fenomenal batahola entre cómplices que no consiguen ponerse de acuerdo en el reparto del botín. Este sistema no tiene salida posible: la pelea entre políticos y financistas sólo decidirá quienes terminarán mandando en un país expoliado, arruinado y sin un Estado digno de tal nombre.
Es hora de sincerarnos. Es realmente hora de que los argentinos se decidan a hacer, de una buena vez por todas, ese verdadero borrón y cuenta nueva que vienen postergando desde hace décadas. Es hora de pensar en un nuevo Estado y en una nueva República. Es hora de pensar en una nueva forma de concebir a la Política; de replantear las funciones indelegables del Estado; de asumir responsabilidades en forma personal y de exigirlas a los responsables con nombre y apellido. Es hora de instrumentar una sana, definitiva y terminante rendición de cuentas. Sancionar leyes que defiendan a las personas honestas y pongan a los criminales fuera de circulación. Y hacerlas cumplir. Es hora de echar a andar las máquinas en las fábricas y hacerlas producir. Es hora de sembrar y cosechar; producir alimentos; explotar el subsuelo; crear fuentes renovables de energía; restaurar el medioambiente; construir un sistema de salud desvinculado de un afán de lucro a toda costa, incluso a costa del dolor y del sufrimiento de los enfermos. Es hora de educar personas para dominar la tecnología y no para depender de ella; de darle un futuro positivo a la juventud; de abrir horizontes de investigación y desarrollo. Es hora de atacar a los mercados, no con discursos incendiarios, sino con productos argentinos de calidad, precio y valor agregado. Es hora de romper el cascarón y salir al mundo para vender todo lo que podemos hacer, producir, inventar y crear. Pelear por un lugar en el mundo; un lugar en dónde seamos respetados por lo que hacemos y no un lugar en dónde se nos compadezca por nuestros eternos fracasos. Necesitamos un Pueblo que trabaje y un Estado que defienda el trabajo de ese Pueblo; un Estado que ayude a los que trabajan para que puedan trabajar más y para que puedan trabajar mejor. Necesitamos un Estado con autoridad suficiente para dominar las divergencias internas de la sociedad; un Estado capaz de planificar una estrategia y darle continuidad en forma coherente y consistente; un Estado que tenga capacidad de conducción, con empleados públicos que administran bien porque están conducidos por personas que gobiernan bien. Se puede hacer. No es ninguna utopía fantasiosa. Tenemos los recursos: el país esta repleto de ellos. Tenemos a la gente: los argentinos no son tontos. En este bendito país hasta los atorrantes son inteligentes. Tenemos la oportunidad: toda crisis puede ser convertida en una oportunidad. Por lo tanto, si hoy tenemos una crisis, hagamos lo único inteligente que se puede hacer con una crisis: aprovechémosla. Saquémonos de encima a los parásitos de adentro y de afuera de una buena vez por todas. Es sencillamente falso que dependemos de los inversores extranjeros para crecer. Lo cierto es que tenemos, eso sí, una importante debilidad científica y tecnológica porque en esos rubros — por más buenos recursos humanos que tengamos — estamos sensiblemente atrasados. Pero no nos dejemos poner el carro delante de los caballos: es el trabajo el que crea valor y, por lo tanto, dinero; no es el dinero el que crea trabajo. No es cierto que sin dinero no se pueda crear trabajo. Es exactamente a la inversa: es el dinero el que no se puede crear sin trabajo. Si comprendemos esto — si tan sólo comprendemos esto — dejaremos de pensar en términos lúgubres por la negativa de los mercados a seguir prestándonos plata. La verdad, la pura verdad, es que no deberíamos aceptar esa plata ni aunque vengan a ofrecérnosla. Justamente por haber aceptado los préstamos de las finanzas internacional es que estamos como estamos. Aprendamos esa lección al menos. Construyamos un buen proyecto integral de país. Y después, dejémonos de discutir tonterías y vayamos a las cosas. Pongámonos a trabajar sin temores. Gracias a esta crisis terminal ya no hay mucho para temer ni perder porque, en última instancia, lo que se juega en estos momentos es solamente el destino de la Argentina Colonia. No nos dejemos engañar: la Argentina posible todavía debe ser construida. Y puede ser construida si 37 millones de argentinos se deciden de una buena vez a poner en juego tan sólo cuatro cosas: coraje, voluntad, capacidad y trabajo.D.Martos

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